Quinto Dia - El Final del Camino

Y llegó el día. El último amanecer como peregrinos nos pilló con las mochilas ajustadas y un ánimo que crecía a cada paso. Nos dirigíamos a Santiago, y la emoción era un motor imparable. Bien temprano, con la nieve bajando aún de las farolas de Padrón, empezamos a caminar.

Cabe destacar la cantidad de peregrinos que, en este último tramo, se unen en una marea humana hacia un mismo destino. El Camino se llena de caras nuevas y conocidas, creando una comunión única de esfuerzo y alegría. El trayecto, que discurre entre pequeños tramos de carretera y largos senderos que serpentean por bosques de eucalipto y robles, se nos hizo alegre y divertido. El sonido de las botas se mezclaba con risas y saludos en todos los idiomas. La gente, con una alegría contagiosa, nos saludaba y compartía con nosotros sus momentos y vivencias, esos regalos únicos que solo el Camino sabe dar.
Recorrimos pueblos con encanto como A Escravitude, con su imponente santuario, y Amenal, donde el sonido del agua de los riachuelos nos acompañaba. Cada aldea era un respiro, una postal de la Galicia más auténtica. Pero sin duda, el momento de mayor carga emotiva antes de la meta llegó a la altura deMilladoiro. Allí, tras una cuesta, se abrió ante nosotros el horizonte. Y allá, a lo lejos, entre la bruma, las inconfundibles torres de la Catedral. Un murmullo de emoción recorrió a todos los peregrinos. Aquella silueta, nuestro destino final, nos dio un impulso sobrenatural.**
Con el ánimo renovado y un nudo en la garganta, nuestras piernas, aunque cansadas y doloridas, encontraron una fuerza nueva. El último tramo, bordeando la ciudad, se nos hizo eterno y mágico a la vez. Y por fin, traspasando el arco de la antigua muralla, entramos en la maravillosa ciudad de Santiago de Compostela. Las calles empedradas, los músicos, el bullicio... todo era un sueño.
Al girar y entrar en la Plaza del Obradoiro, la emoción nos desbordó. Allí, esperándonos, estaba Raquel, la madre de Adrián. Las lágrimas de alegría por el reencuentro se mezclaron con las de la culminación de un sueño. Mirar hacia la fachada de la Catedral dibujó una sonrisa inmensa en nuestros rostros, pero a la vez creó unas lágrimas de una tristeza dulce; la tristeza de que esta aventura increíble, de padre e hijo, había llegado a su fin. ¡Lo habíamos conseguido!
Finalmente, nos dirigimos a la Oficina del Peregrino para recoger nuestra Compostelana. Aquel documento no era solo un papel; era la acreditación de nuestro esfuerzo, de nuestra lucha y de los días recorriendo los magníficos parajes de esta tierra que se llama Galicia. Un viaje que, efectivamente, acaba en una ciudad tan bonita como Santiago, pero que, sobre todo, vivirá para siempre en nuestros corazones.







































Para cerrar el día, y buscando algo rápido y sabroso, cenamos un kebab en uno de los establecimientos locales. Fue el final perfecto para una jornada llena de paisajes impresionantes, pequeños descubrimientos y esos momentos de vida cotidiana que hacen del Camino una experiencia tan especial.












